El hombre que sanaría
-¿Cuánto más de esto cree usted que puedo soportar? -preguntó el paciente, encorvado en la silla. Su rostro se oscureció-. Hace seis meses yo sólo pensaba en seguir vivo. Prestaba oídos a cualquiera que me ofreciera esperanzas de curarme. Todos tienen miedo de usar la palabra "cura", por supuesto, pero se me han prometido todos los lechos de rosas que se puedan cultivar. Ahora todo resulta bastante extraño, ¿verdad?
-No -dije, serenamente-. Sé que usted se ha es forzado mucho por mejorar. Le apoyé una mano en el hombro, pero él se apartó, rígido.
-Dejémoslo así -murmuró-. Sólo un tonto puede seguir de este modo.
-En su estado, es de esperar que usted tenga altibajos -advertí cauteloso-. Pero en vez de sentirse tan desilusionado por su recuento de glóbulos blancos...
-No -me interrumpió, amargado-, basta de recuentos. No quiero ni enterarme.
-¿Qué quiere usted? -pregunté.
-Una salida.
-¿A qué se refiere?
-Créame: si yo supiera que... Hubo un silencio largo y tenso. El hombre mantenía la
vista clavada en el suelo, la cara convertida en una dura máscara. Los dos esperamos a oír lo
que yo diría a continuación. Mi paciente se llamaba Robert Amis. Tenía treinta y siete años y
había trabajado para una pequeña firma de computación, en las afueras de Boston. Un año
antes, la empresa había exhortado a todos los empleados a que se sometieran a un análisis de
sangre completo, decidida a dar más importancia a la salud. Robert cumplió sin reparos. Fue
una sorpresa que las pruebas indicaran una sospechosa elevación en su recuento de glóbulos
blancos. Se hicieron nuevos análisis y, pocas semanas después, un oncólogo le informó,
sombríamente, que padecía de un tipo incurable de leucemia. Robert quedó profundamente
alterado. Los afectados por esa enfermedad llamada Leucemia Mielocítica Crónica, no tienen
un promedio de vida seguro, pero puede ser muy breve: de dos a cuatro años. Puesto que le
restaba tan poco tiempo, él comprendió que debía actuar.
-En cuanto salí del consultorio fue como si se operara una llave -me contó en nuestra
primera entrevista-. Comprendí que debía cambiar de prioridades.
Le propuso matrimonio a la muchacha con quien vivía y se casaron muy pronto. Luego
renunció a su trabajo en Boston y compró un condominio en Miami. Pero lo más importante
fue que se entregó íntegramente al proyecto de curación.
-Muchas publicaciones decían que existía un curador interior -me contó-, y yo estaba
decidido a hallarlo.
Descubrió que abundaban las vías por las que se podía lograr esa meta: autohipnosis,
visualización, sicoterapia, masaje profundo y relajación progresiva fueron sólo el comienzo.
Comenzó a asistir a reuniones de grupos de apoyo con otros enfermos de leucemia y, en los
fines de semana, a seminarios de autocuración, donde escuchaba alentadores relatos de
pacientes que se habían recuperado de enfermedades incurables. Cuando lo conocí, blandió el
último audio de la serie que enviaba a parientes y amigos, todos los meses, para mantenerlos al
corriente de su vida... con lo cual se refería a su enfermedad, que lo consumía casi todo, al
punto de dejarle muy poca existencia aparte.
Al cabo de seis meses, cuando estaba en la cumbre de su nueva existencia, Robert se
sentía más seguro que nunca en el plano emocional. Cuando se sometió, confiado, al nuevo
análisis de sangre, descubrió que el recuento de glóbulos blancos, en vez de volver a la
normalidad, había trepado a las nubes. Su dolencia parecía acelerarse peligrosamente; su
oncólogo adoptó un tono severo y le aconsejó que se sometiera a una quimioterapia intensiva
o que diera un paso más drástico: hacerse practicar un transplante de médula ósea. Ninguna de
esas dos medidas podía asegurarle una cura definitiva, pero la medicina convencional tenía
poco que ofrecerle.
Robert trató de mantener su decisión y rechazó ambas posibilidades. Sin embargo, poco
después comenzó a caer en una profunda depresión. Perdió el apetito; cada vez le costaba más
dormir. Cuando me lo derivaron se sentía deprimido, solitario y casi aislado de los otros por su
desesperación.
Mientras lo veía frente a mí, encorvado en su silla, me pregunté qué decirle. Aunque
todo lo que había intentado era "correcto" (su búsqueda del curador interior, su intento de
romper con viejos hábitos poco satisfactorios, su decisión de evitar las situaciones tensas), en
realidad no había cambiado de una manera profunda.
-Permítame aclararle algo -dije-: no pretendo que usted mejore sólo por pensarlo. No es
cuestión de desear con suficiente fuerza que la enfermedad desaparezca: todos los pacientes
que están en su situación desean desesperada mente mejorar. ¿Por qué algunos lo consiguen?
El se encogió de hombros.
-Un cuerpo más fuerte, buenos genes, suerte. Tal vez Dios los ama más que a otros.
-No descarto ninguno de esos factores; podemos analizados uno a uno. Pero lo que le
oigo pedir-expresé- no es sólo una curación, sino saber por qué motivo le ha ocurrido esto a
usted.
La expresión de Robert se mantuvo congelada, pero sus ojos parecieron ablandarse un
poquito. Continué:
-Me sería fácil asegurar que su enfermedad no tiene sentido, que es sólo resultado de
alguna alteración ocurrida en su cuerpo por azar. Eso es, más o menos, lo que nos inculca
nuestra preparación médica.
"También sería fácil decirle exactamente lo opuesto: que su enfermedad tiene una
sencilla causa emocional, que usted no se ama lo suficiente o que algún tipo de dolor psíquico
reprimido lo está enfermando. Pero eso también es una verdad a medias. Ambas son
respuestas prefabricadas." -¿ y qué más hay? -preguntó él, con amargura. En esa pregunta, que
pendía en el aire entre nosotros con tanto reproche y desesperanza, ambos llegamos a un punto
decisivo. El estaba en el límite de lo que podía pedir. Yo, en el límite de lo que, según la
medicina, podía ofrecerle. Sin embargo lo que él pedía estaba absolutamente claro, en
términos más humanos que médicos. Las antiguas disyuntivas: ("¿Qué significa la vida? ¿Por
qué no puedo tener lo que deseo?") habían vuelto a la superficie de la mente de Robert,
activadas por la crisis de su enfermedad.
Deepak Chopra - Vida sin Condiciones.